Una visión crítica de la OTAN tras la cumbre de Gales
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Una visión crítica de la OTAN tras la cumbre de Gales

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(Infodefensa.com) Por Rafael Calduch – El reciente Consejo Atlántico celebrado los días 4 y 5 de septiembre de 2014 ha consagrado lo que muchos analistas, líderes políticos y mandos militares vaticinaban, a saber: que tras las Declaraciones oficiales aprobadas y los pronunciamientos mediáticos altisonantes, se esconde la realidad de una organización aliancista burocratizada, políticamente dividida y escasamente operativa para enfrentar los retos y amenazas a la seguridad euro-atlántica.

Naturalmente no espero que esta reflexión introductoria sea compartida por los atlantistas a ultranza ni tampoco puedo considerar seriamente las críticas que formulan a la Alianza los pacifistas y antimilitaristas recalcitrantes. Pero en política, y más cuando se trata de la seguridad y la paz, los hechos no pueden ignorarse sin pagar el precio del fracaso.

Y los hechos nos dicen que la primera y principal misión de cualquier alianza defensiva es evitar la guerra mediante la disuasión creíble y en caso de fracasar en esta primaria misión, la alianza debe estar dispuesta a ganar la guerra que no se ha podido evitar. Cualquier otra consideración política, económica o estratégica está supeditada al logro de estos dos objetivos. Con esa idea se firmó el Tratado de Washington en 1949 (la alianza militar) y con esa filosofía se constituyó la organización (OTAN) que debía hacer efectivo el compromiso aliancista en ambas orillas del Atlántico Norte.

Durante cuatro décadas la OTAN cumplió con éxito su primer objetivo: disuadir nuclear y convencionalmente a la URSS, lo que evitó la contienda bélica. Ello se debió, de una parte, al firme compromiso norteamericano con la defensa de Europa Occidental y, de otra, a la firme y unánime voluntad política de los aliados europeos de defenderse militarmente hasta las últimas consecuencias.

Sin embargo la realidad de la OTAN en 2014 demuestra que Washington ya no está comprometido con la defensa europea sino que más bien busca que los aliados europeos se comprometan con sus iniciativas militares en Irak, Afganistán o Siria. Tampoco existe una firme voluntad entre los propios aliados europeos para compartir una defensa común hasta las últimas consecuencias, como lo demuestran las discrepantes prioridades sobre las amenazas, los menguantes presupuestos de defensa y el creciente recurso a los caveats para minimizar la participación en los supuestos en los que la OTAN ha intervenido, como en las guerras balcánicas o Afganistán.

Ante tan contundente realidad, no resulta extraño que tanto Estados Unidos como algunas potencias europeas hayan decidido enfrentar sus amenazas bien recurriendo a coaliciones “ad hoc” o bien utilizando sus propias capacidades estratégicas. Del primer supuesto dan fe las guerras del Golfo de 1991 y 2003, la más reciente intervención en Libia y en estos momentos la intervención colectiva que se está organizando contra las milicias del Califato de Irak y el Levante Islámico (ISIS). Al segundo caso corresponden la intervención francesa en Mali o la permanente actuación contra la inmigración ilegal en las costas de España o Italia.

Pero si preocupante resulta la defección que llevan a cabo los propios miembros de una alianza que se declara con vocación global, todavía es más peligrosa su incapacidad política para dar una respuesta efectiva y creíble a las guerras civiles que surgen en sus fronteras (Siria o Ucrania), a la desestabilización de los países del Norte de África o a la creciente expansión del terrorismo yihadista en el Sahel y Oriente Próximo.

No podemos llamarnos a engaño. Esta falta de voluntad política entre los aliados para restaurar su compromiso en la defensa común, no se puede compensar con el aumento del gasto de defensa, con nuevas ampliaciones a países incapaces de su propia autodefensa ni con la modernización de los sistemas militares. Por el contrario, sólo cuando se recupere la firma convicción de que la defensa de cada aliado es consustancial con la propia defensa colectiva de la Alianza, será cuando cada país hará los esfuerzos necesarios incluidos los presupuestarios.

Pero todavía estamos muy lejos de ese escenario. Es la propia debilidad interna de la OTAN unido a su afán de expandirse indefinidamente lo que ha propiciado el reforzamiento estratégico de Rusia en Europa, el Cáucaso y Oriente Próximo. Anatemizar a los dirigentes del Kremlin y, al mismo tiempo, permanecer pasivos ante las crecientes amenazas a la seguridad transatlántica sólo servirán para aumentar la confrontación continental sin que por ello la OTAN recupere su credibilidad y eficacia.

La lógica política de crear un enemigo común para aunar la cooperación militar entre los aliados sólo puede dar resultado si se cumplen dos condiciones: a) que la amenaza sea real y b) que sea percibida como tal por todos los miembros de la Alianza. Ambos requisitos se cumplieron durante la etapa de la guerra fría, pero ese no es el caso de las actuales relaciones con Rusia por tres motivos: 1) porque es una potencia con la que se puede negociar y alcanzar compromisos de mutua colaboración, como se ha comprobado en el desmantelamiento de los arsenales químicos sirios o anteriormente con la autorización de uso de su territorio para el apoyo logístico a la intervención aliada en Afganistán; 2) porque existen manifiestas diferencias entre los aliados en cuanto a la percepción de la amenaza rusa, y 3) porque tanto los miembros de la OTAN como Rusia comparten amenazas y riesgos a sus respectivas seguridades nacionales que sólo pueden enfrentarse con éxito con respuestas conjuntas. La propia Declaración de Gales en sus párrafos 23 y 24 admite esta interpretación cuando señala la necesidad de recuperar el vínculo con Rusia.

Evidentemente existen diferencias entre algunas de las principales potencias aliadas y Rusia en sus intereses estratégicos regionales y globales. Tampoco se puede ignorar la injerencia rusa en el Cáucaso Sur o en Ucrania, especialmente con la anexión de Crimea, en abierta violación de la legislación internacional, pero semejantes críticas pueden formularse también respecto de la intervención de la OTAN en Kosovo o la coalición anglo-americana en Irak en 2003.

Las acusaciones mutuas entre los aliados y Rusia lejos de contribuir a la seguridad continental están contribuyendo a aumentar la tensión, sin que exista la misma firmeza y voluntad política de enfrentar este reto en ambas partes. Desde la intervención rusa en Georgia las evidencias juegan a favor del Kremlin y en detrimento de la OTAN.

Por tanto, si la OTAN no está a la altura de los retos que debe enfrentar, sería sensato que aplicase el criterio pragmático de buscar el entendimiento con la potencia vecina donde los intereses estratégicos de ambas partes sean coincidentes y respetarse mutuamente sus diferencias en las concepciones de la seguridad nacional incluidos los espacios que la garantizan. Puede que esta máxima política no fortalezca a la OTAN pero al menos no contribuiría a su parálisis funcional y no ahondaría las tensas discrepancias que ya existen entre los aliados y que se han puesto de manifiesto de forma indiscutible en la guerra civil en Ucrania.

Rafael Calduch Cervera es catedrático de Relaciones Internacionales y socio fundador de International Political Risks Analysis S.L.

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