Una cuestión mal planteada
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Una cuestión mal planteada

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Con frecuencia leemos en la prensa u oímos en conferencias que la industria de defensa tiene un carácter estratégico. Las razones que se aluden habitualmente para destacar este carácter es su papel esencial para proporcionar los medios que precisan las fuerzas armadas para cumplir su misión y el efecto positivo que tiene sobre el resto de la industria debido al carácter innovador de sus desarrollos. Si bien ambas afirmaciones son ciertas, con algunos matices que comentaremos más adelante, esta afirmación suele usarse como palanca para sostener otra más ejecutiva que se puede resumir en la necesidad de apoyar, por parte del sector público, a este sector industrial de nuestra economía.

Las preguntas que se pueden plantear ante estas afirmaciones son dos. Por una parte, la validez de este carácter estratégico y, por otra, la necesidad de apoyo a esta industria que, en una economía de mercado, debería ser capaz de auto-sostenerse sin requerir de ayudas adicionales.

Ciertamente la industria de defensa tiene un cierto carácter estratégico. Sin ella, los equipos y sistemas de las fuerzas armadas no se podrían desarrollar, producir y sostener, lo que supondría un riesgo significativo para la seguridad nacional y la de sus ciudadanos[1]. Pero, este mismo argumento sería aplicable a otros sectores económicos como el de la energía, el sanitario o el de transporte que podrían poner en peligro y ocasionar daños significativos sobre el funcionamiento de nuestra economía y el bienestar y la seguridad de nuestros ciudadanos. Un mal funcionamiento de esos sectores que sostienen algunas de las infraestructuras críticas de nuestra sociedad, tendrían también graves repercusiones sobre nuestra Estado, tan perjudiciales o dañinas como las que tendría el mal funcionamiento del sector de la defensa.

Igualmente ocurre con el carácter innovador de este sector económico. Ciertamente, la industria de defensa es innovadora por principio, ya que cada nueva generación de equipos debe incluir funcionalidades y prestaciones superiores a los anteriores para poder realizar las misiones con un riesgo controlado. Además, algunos de sus resultados han sido aplicables a otros sectores de la economía con efectos altamente beneficiosos (pensemos por ejemplo en el microondas). Pero, de nuevo, la industria de la defensa no goza de ese carácter exclusivo. Otros sectores son también especialmente innovadores y tractores de la economía como el sector de la automoción, el sector aeronáutico civil, la industria farmacéutica, o el de los sistemas de información y comunicaciones donde asistimos diariamente a importantes avances con un impacto positivo especialmente significativo sobre el bienestar social y también con importantes efectos de desbordamiento.

Otros argumentos, como la exportación de los productos y servicios de esta industria, parecen también de difícil justificación, teniendo en cuenta la capacidad exportadora de otros sectores como es el turismo en España.

Si bien, los que trabajan en cada uno de estos sectores consideraran, posiblemente, el suyo como el más estratégico e importante, se puede afirmar, sin equivocarse mucho, que este carácter estratégico no es único y exclusivo del sector industrial de la defensa, siendo en su caso compartido con otros sectores de nuestra economía. Por lo tanto, justificar una política industrial de apoyo a este sector basado en este carácter estratégico, no parece un argumento sólido, especialmente sostenible.

La cuestión a debatir, pues, parece mal planteada y debería ser sustituida por otra cuestión que recoja mejor el problema a resolver y arroje luz sobre las alternativas que parecen más apropiadas. Así, se podría plantear la siguiente cuestión:

Dadas las necesidades de medios que precisan las fuerzas armadas para realizar sus operaciones ¿Qué estructura industrial de producción de estos medios, segura y sostenible en el largo plazo, resulta la más apropiada para su provisión? En otras palabras, ¿Qué estructura industrial sería la más eficiente para proporcionar estos medios de la forma más económica, sin poner manifiestamente en riesgo nuestra seguridad?

Responder a esta pregunta, ciertamente, es complejo, pues depende de un número considerable de factores, lo que requeriría un análisis especialmente extenso que debería incluir entre otros, cuestiones geoestratégicas, políticas, económicas o tecnológicas. En este sentido, en este artículo solo podemos aspirar a dar unas pocas pinceladas sobre aquellos aspectos que deberían tenerse en consideración al considerar la estructura industrial que podría ser óptima o la más adecuada para una nación como España.

El primer asunto a analizar sería identificar los equipos y sistemas que las fuerzas armadas consideran claves para el ejercicio de su misión. En este sentido, habría que descartar como estratégica la industria que no proporciona estos medios. Así, la industria que proporciona mobiliario de oficina a las fuerzas armadas no debería considerarse estratégica.

El segundo asunto a analizar sería evaluar las tecnologías que requiere el abastecimiento de los sistemas considerados críticos. En ciertos casos, el tejido industrial nacional puede ser insuficiente para crear la cadena de valor que precisa su provisión. Esto puede requerir de costosas inversiones para su desarrollo. Para cada uno de estos casos sería necesario realizar un análisis de alternativas. Así, por ejemplo, la provisión de estos medios por socios y aliados puede carecer de sentido cuando el negocio que genera esta adquisición sea limitado (número de unidades adquiridas pequeño, posibilidad de exportación o de venta de productos relacionados limitada). Si socios y aliados, como puede ser el caso de los EEUU o de la Unión Europea, ofrecen una apropiada seguridad de suministro esta opción podría ser, en algunos casos, interesante.

Si el suministro parece un negocio factible y va a generar una línea de producción estable en el largo plazo, esta alternativa puede ser especialmente apropiada. En este sentido, es necesario analizar con cuidado costes y beneficios obtenidos, evitando como a veces ocurre que se subestiman los primeros y se sobreestimen los segundos. Además, es necesario evaluar en esta cadena de valor, qué empresas extranjeras serán necesarias –pues, hoy en día, estas cadenas difícilmente se circunscriben al ámbito nacional–, y si proporcionan la debida seguridad en el suministro de los subsistemas y componentes que proporcionan, en particular cuando éstos son claves para garantizar las prestaciones del sistema y no existen substitutos.

Sin embargo, cuando la cadena de valor en defensa resulta especialmente compleja y una solución nacional no resulta factible o es abrumadoramente costoso –algo cada vez más frecuente en los equipos de defensa–, la mejor opción puede ser la formación de un consorcio internacional de naciones aliadas que tienen la misma necesidad del producto.

Es, dentro de este contexto, donde debe plantearse la necesidad de posibles ayudas estatales a la alternativa finalmente elegida, y cuyo fin debe ser reducir el riesgo y la incertidumbre que tiene la empresa al abrir una nueva unidad de negocio, la cual puede comprometer su supervivencia en el largo plazo. Estas ayudas pueden incluir la financiación de actividades de I+D, el apoyo el desarrollo del sistema, la concesión de posibles préstamos para dotarse de las infraestructuras de desarrollo o producción que precise, el soporte a la exportación con demostraciones a otros ejércitos, etc.

Este apoyo estatal se debe caracterizar, en cualquier caso, por ser proporcionado al fin perseguido, evitando ayudas discriminatorias que favorezcan a empresas o al sector en detrimento de otras empresas y sectores que sean capaces de ofrecer oportunidades de negocio y un valor añadido equivalente o superior. Determinar estos criterios con objetividad es difícil, en un marco donde es complicado establecer indicadores precisos, y que no está exento de posibles presiones de grupos de interés. Ciertamente, el Parlamento tiene en este caso un papel importante como organismo supervisor para aprobar y vigilar la concesión de las ayudas, comparándolas con el coste de oportunidad de otras opciones. Y debe ser, mediante el debate y el consenso de las fuerzas políticas, la forma en la que se decida lo que, desde el punto de vista social, parece más razonable en esta materia.

[1] Incluso ciertos sectores de la sociedad pueden considerar la ausencia de este carácter, dado el clima de paz existente actualmente en nuestro entorno donde un conflicto armado tendría una baja probabilidad de materializarse, lo que sugiere una necesidad de estos medios muy reducida.



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