El precio de la guerra
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El precio de la guerra

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(Infodefensa.com) Por Carlos Calvo – Los estudios históricos sobre economía de defensa escasean en España y a menudo pasan desapercibidos. Sin embargo, el estudio de algunos aspectos del pasado nos puede ayudar a entender el presente también en cuanto a nuestra realidad económica. El profesor Rafael Torres en su obra “El precio de la guerra[1] analiza la situación financiera española en el reinado de Carlos III, con ciertas similitudes a la actual. Tres son las consideraciones de partida que hace el autor:

La financiación de una guerra no es una cuestión económica, sino política. Sin recursos económicos ni se sostiene una guerra ni se puede ganar. La aportación de fondos para la guerra está precedida de una decisión política.

Efectivamente la aportación de recursos a “la guerra”, o en términos más actuales a la Defensa Nacional, implica decisiones de carácter político con los consiguientes costes de oportunidad. El nivel de seguridad del Estado y los objetivos que se pretendan en el contexto internacional deben ser coherentes con la aportación de recursos.

En el siglo XVIII los gobernantes otorgaban a la intervención en guerras un valor para potenciar el desarrollo del Estado. La guerra era la principal manera de garantizar la legitimidad del Estado y el poder del monarca. Los Estados se fueron conformando en torno a la imposición del poder real que obligaba a tener Ejércitos poderosos a disposición del soberano. Eso obligaba a disponer de la financiación necesaria que requería el consenso de las élites y de la sociedad.

El autor analiza la prioridad que otorgó el Estado español a la guerra sobre otras actividades, y si hubo una presión fiscal específica sobre los ciudadanos españoles para sostener las guerras. Para ello, realiza un análisis global de todo el periodo en el que reinó Carlos III (1759-1788), centrado en especial en la guerra con Gran Bretaña entre 1779 y 1783 en el contexto de la guerra de independencia norteamericana. La motivación política española era resolver el conflicto que se mantenía con los británicos desde el tratado de Utrecht de 1713. Detrás de ella se escondería otra mucho más política, como es la apuesta por un mercantilismo más activo para favorecer el desarrollo económico nacional e introducir reformas estructurales en la sociedad española de la época. Según el autor, lo que se pretendía era profundizar en un proceso de reformas interno que no estaba finalizado, una decisión política ajena a consideraciones puramente militares.

La participación española en la guerra contra Inglaterra constata el interés de la corona española hacia las colonias americanas que desde la instauración borbónica había pasado a un segundo plano. Así, en paralelo a la intervención militar, se produjeron reformas administrativas en las colonias para limitar la influencia británica, lo que a la larga fue contraproducente para los intereses españoles puesto que la transformación del sistema colonial actuaría como catalizador del proceso de independencia de comienzos del XIX.

La intervención en la guerra pretendía además disponer de mayor autonomía en política exterior. Pese a los pactos de familia, el conflicto con Francia por el control de la América Hispánica estuvo siempre latente. Aunque Francia y España se alinearon en el mismo bando frente a los ingleses, Carlos III supo mantener los criterios políticos y estratégicos propios y actuar de forma autónoma frente a los dictados franceses. La guerra con Inglaterra presenta un punto de inflexión en las relaciones con Francia que, según el autor, hubiera llevado en cualquier caso a un conflicto con nuestros vecinos aunque no se hubiera producido la Revolución Francesa, tal y como ocurrió en la guerra del Rosellón (1793 – 1795), ya durante el reinado de Carlos IV.

A través del caso de estudio planteado, el profesor Torres analiza en detalle el estado de las finanzas españolas y la carga que soportaba la Real Hacienda para alcanzar los objetivos planteados, a través de los mecanismos de financiación disponibles.

En primer lugar los llamados donativos al soberano que indican el grado de consenso ciudadano en apoyo de las prioridades políticas. Estos se realizaban a través de “donativos voluntarios” de la nobleza o las élites nacionales o a través de juntas de petición de donativos, que actuaban como elementos de presión para obtener financiación. También existían donativos forzosos sobre los territorios forales (provincias vascas y Navarra) o sobre las colonias que se justificaban por una menor contribución al esfuerzo bélico de estos territorios. Se imponía también un “donativo forzoso” al clero que pretendía además de obtener financiación, mostrar el compromiso de la Iglesia con los fines del Estado y su solidaridad con el pueblo. Según el autor del total de las aportaciones de la iglesia a la Real Hacienda en 1780 solo un 10% se aportaban en concepto de préstamo con intereses mientras que el resto se repartía entre préstamos sin intereses (63%) y donativos directos (26%). Los donativos al soberano fueron una importante fuente de ingresos para financiar el esfuerzo bélico, pero tenían el inconveniente de que dependían de voluntades ajenas que imponían sus condiciones y limitaban “de facto” el poder del Estado.

La segunda vía de financiación, impuestos de la Real Hacienda, muestra el margen real del gobierno para imponer sus fines políticos. Estos impuestos pretendían proporcionar fuentes de financiación seguras y previsibles. La capacidad impositiva de un Estado sobre sus ciudadanos es considerada por los historiadores como un medio de valorar el nivel de desarrollo de la sociedad. Según el autor, en el caso del siglo XVIII esta capacidad indica no sólo el nivel de autoridad del Estado sino su capacidad de hacer cumplir las decisiones de política fiscal. El grado de asunción por los ciudadanos de esta carga impositiva indica a su vez un mayor o menor nivel de aceptación de las decisiones políticas por parte de los ciudadanos. En la España de Carlos III se pretendió buscar fuentes de ingreso que proporcionasen estabilidad. Los ingresos por esta vía procedieron fundamentalmente de las llamadas rentas provinciales (sobre los reinos de Castilla y de Aragón) así como los establecidos sobre algunos bienes como el tabaco y la sal. La importancia del gravamen sobre el tabaco fue aumentando progresivamente pasando a superar a partir de 1777 a las rentas provinciales como principal fuente de ingresos para la Real Hacienda. El incremento de los ingresos por esta vía, llevó a establecer subidas de su precio para incrementar aún más los ingresos, lo que a la larga produjo un fuerte descenso de la recaudación y un aumento significativo del contrabando. Según los datos del autor los beneficios para la Real Hacienda procedentes del monopolio del tabaco disminuyeron entre un 15 y un 20% entre 1779 y 1785, mientras que la lucha contra el contrabando supuso una importante carga sobre las arcas públicas. La sal proporcionaba un nivel de ingresos relativamente bajo en volumen pero muy estable.

Existían también las “rentas de Indias y Generales” como fuente de obtención de ingresos que procedían del gravamen sobre el comercio general que era muy irregular. El aumento de los impuestos sobre el comercio muestra que la medida política de propiciar el mercantilismo servía para contribuir al desarrollo económico general pero también para aumentar el músculo financiero del estado. Su gran inconveniente era su inestabilidad. Los gobernantes eran conscientes de que los virreinatos debían contribuir a un esfuerzo bélico que iba en su propio beneficio, pero su aportación financiera debía modularse y dependía de consideraciones políticas y de las relaciones con los Virreyes.

En general, los soberanos ilustrados eran reticentes a utilizar el endeudamiento público como medio de financiación puesto que representaba en la práctica una limitación al poder del Rey. Una preocupación especial de Carlos III fue reducir el nivel de endeudamiento, afrontando el pago de la deuda heredada y limitando nuevos endeudamientos. De acuerdo con el autor “la Hacienda española soportó durante el siglo XVIII un elevado endeudamiento histórico generado en los siglos anteriores”. Esa deuda estaba compuesta por los llamados “juros” y por la deuda de Felipe V.

Los “juros” procedían de los títulos que la hacienda castellana había emitido en los siglos XVI y XVII para sostener la expansión imperial. A pesar de las continuas renegociaciones con los acreedores, el volumen de deuda procedente de los juros alcanzaba una cantidad importante y tenía que verse incrementada cada vez que surgía un nuevo conflicto bélico. Pero presentaba también sus ventajas puesto que permitía a la Real Hacienda “maniobrar” para mejorar su capacidad de financiación. El autor estima que a mediados del XVIII el volumen de estos juros era de 2.000 millones de reales, de los que en 1788 solo se había amortizado unos 800. Puesto que los ingresos de la Real Hacienda española entre 1747 y 1793 eran de 613 millones de reales de promedio, para reducir los pagos de deuda se recurrió a renegociaciones unilaterales o pagos “a voluntad” en función de la coyuntura de cada momento.

La deuda de Felipe V, originada durante el reinado de éste, ascendía a unos 520 millones de reales, procedía principalmente de impagos a personal al servicio de la Corona especialmente militares y funcionarios. Esta deuda inicialmente de la Corona pasó a considerarse a mediados de siglo como deuda nacional. Aunque en volumen era menor que la de los juros, los gobiernos pusieron más esfuerzo en liquidarla. El problema principal era determinar su cuantía puesto que progresivamente se “descubrían” más deudas de las que se conseguía eliminar. La intención de Carlos III era asignar una cantidad fija para su pago, pero eso no fue posible y tuvieron que estudiarse pagos año a año por cantidades variables en función de las posibilidades reales de la economía. El resultado es que el pago de esta deuda, que podríamos denominar “familiar”, estuvo condicionado a vaivenes políticos y en 1794 todavía quedaban pendiente de pago entre un 15 y un 20% de su volumen total.

Para resolver el problema del endeudamiento público, a partir de 1770 se creó el llamado “Fondo Vitalicio” para afrontar los compromisos de una forma ordenada, cualquiera que fuera la procedencia de la deuda una vez asumida toda como deuda del Estado. En realidad este fondo fue destinado al pago de gasto corriente o a subvencionar nuevas intervenciones exteriores.

En 1785, el conde de Floridablanca ordenó hacer un balance de la situación de la hacienda española para evaluar el impacto que sobre ella había producido la guerra. De acuerdo con esa auditoría en los cinco años anteriores al inicio de la guerra los ingresos efectivos fueron de 455 millones de reales anuales y los gastos excedieron cada año unos 18 millones de promedio, un 4% de desfase. Sin embargo la tendencia de ese déficit fue ascendente llegando a suponer hasta un 23% en 1777. Es decir se presentaba una situación en la que “la Real Hacienda se hubiera ido agotando año tras año” desde 1774 aunque el balance global del quinquenio fuera favorable, puesto que en 1778 se produjo un superávit del 8,4%. Sin embargo ese superávit fue menor que el de 1774, con lo que el ciclo de los años de guerra se iniciaba desde una posición financiera desventajosa. De esta manera el déficit entre ingresos y gastos hasta 1783, fue más agudo como consecuencia de la guerra, aunque se hubiera presentado en cualquier caso.

En estas condiciones los gobernantes tenían dos alternativas: endeudarse para abordar sus necesidades en política exterior y de seguridad, o bien, plantear una menor presencia exterior. Carlos III optó por esta segunda alternativa. De forma significativa, los ajustes para conseguir el equilibrio presupuestario se realizaron de forma recurrente sobre los “gastos de todas las clases y singularmente los de Guerra y Marina” (carta del marqués de Zambrano, Tesorero General, citada por el autor), con los conocidos efectos sobre nuestra seguridad que se materializaron en la primera década del siglo XIX.

Carlos Calvo González-Regueral. Coronel de Infantería.

[1] Torres Sánchez, R. El precio de la guerra. El Estado fiscal-militar de Carlos III (1779-1783). Madrid, Marcial Pons Historia, 2013.



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