Tal día como hoy, un 10 de agosto, pero del año 1557, las tropas de Felipe II lograban en San Quintín una de las victorias militares más decisivas de la historia de España, un triunfo que consolidó el poder del monarca en Europa y marcó un punto de inflexión en la guerra contra Francia. La batalla, librada en el marco de la guerra hispano-francesa de 1551-1559, se convirtió en símbolo del poderío militar del Imperio español, cuya maquinaria de guerra integraba fuerzas de múltiples territorios bajo su control.
El enfrentamiento se produjo durante el asedio de la estratégica ciudad de San Quintín, situada en la región de Picardía. Felipe II había encomendado el mando de la operación a Manuel Filiberto, duque de Saboya, quien dirigía un ejército multinacional compuesto por veteranos tercios españoles, contingentes italianos, flamencos y alemanes. El objetivo era golpear el corazón del reino de Francia y obligar a Enrique II a negociar desde una posición de debilidad.
El 17 de agosto, el condestable francés Anne de Montmorency intentó romper el asedio y reforzar la guarnición de la ciudad. Tras introducir algunos refuerzos, optó por retirarse hacia la protección del bosque de Montescourt, evitando un enfrentamiento directo con las fuerzas de Saboya. Sin embargo, en su retirada, la retaguardia francesa fue sorprendida por la caballería española, que incluía a los temidos reiters o herreruelos: jinetes armados con pistolas de llave de rueda, capaces de hostigar y abrir brechas en las formaciones enemigas antes de que la caballería pesada lanzara su carga final.
El mariscal de Saint-André instó a Montmorency a atacar antes de que la infantería española se sumara a la caballería, pero el condestable lo rechazó. Ese retraso resultó fatal. La caballería hispánica, con maniobras envolventes, bloqueó la retirada francesa y forzó el combate en terreno desfavorable. La combinación táctica fue letal: los herreruelos disparaban a corta distancia para desorganizar a la gendarmería francesa, y por las brechas creadas irrumpían hombres de armas y caballos ligeros con lanzas, causando estragos.
El desastre para Francia fue total. En pocas horas, Enrique II perdió alrededor de 9.000 soldados —6.000 de infantería y 3.000 de caballería—, junto con 300 nobles y diez caballeros de su séquito real. Otros 6.000 fueron capturados, y se tomaron como botín quince cañones, sesenta banderas de infantería y cincuenta estandartes de caballería. Testimonios de la época, como el del cirujano Ambroise Paré, describen un campo de batalla cubierto de cadáveres y caballos muertos, con un hedor insoportable días después del combate.
Monasterio de San Lorenzo de El Escorial
La victoria no solo permitió la caída de San Quintín, sino que tuvo un profundo impacto estratégico. Felipe II, profundamente religioso, interpretó el éxito como una señal divina. Ordenó la construcción en Madrid del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, en conmemoración de la batalla y de la festividad de San Lorenzo, que coincidía con la fecha del triunfo. Este gesto reforzaba el vínculo entre la monarquía, la fe católica y la legitimidad política del soberano.
No obstante, la guerra no concluyó con San Quintín. Francia, herida pero no derrotada, reorganizó sus fuerzas y al año siguiente lanzó ofensivas en Calais, Luxemburgo y Flandes. Sin embargo, en julio de 1558, el ejército del mariscal de Thermes fue destruido por las tropas hispánicas en la batalla de Gravelinas, otro golpe decisivo que precipitó las negociaciones de paz.
El conflicto culminó en 1559 con la firma de la Paz de Cateau-Cambrésis. Para Francia, el tratado fue humillante: se vio obligada a devolver numerosas plazas conquistadas y a aceptar la hegemonía de la monarquía hispánica en Europa. Blaise de Monluc, coronel general de la infantería francesa, lamentó que la paz supusiera “la entrega de todos los países y conquistas que habían hecho los reyes Francisco y Enrique”. Según cronistas españoles, Enrique II cedió hasta 198 fortalezas donde mantenía guarniciones.
El modelo de guerra que España había perfeccionado
La trascendencia de San Quintín no se limitó a la dimensión militar. La batalla fue un escaparate del modelo de guerra que España había perfeccionado: una combinación de disciplina, armamento innovador y mando unificado sobre un ejército multicultural. La figura del reiter, introducida en el campo de batalla como elemento disruptivo, ilustraba el papel creciente de las armas de fuego portátiles en la caballería, anticipando transformaciones en la táctica europea.
Además, el triunfo tuvo implicaciones geopolíticas más amplias. Consolidó la posición de Felipe II como el monarca más poderoso de su tiempo, con un imperio que se extendía por Europa, América, Asia y África. Francia, debilitada, entró pocos años después en una prolongada crisis interna que desembocaría en las guerras de religión entre católicos y protestantes. En contraste, España reforzó su papel como principal garante del catolicismo en el continente.
La memoria de San Quintín fue cultivada durante siglos en la historiografía y el arte. Pintores y cronistas ensalzaron la victoria como símbolo del orden y la fe católica frente al caos y la herejía. El propio Felipe II impulsó que el monasterio de El Escorial se convirtiera en un mausoleo para los reyes de España, perpetuando el vínculo entre su reinado y aquella jornada gloriosa.
Hoy, más de cuatro siglos después, San Quintín sigue figurando como una de las grandes gestas militares de la historia de España, ejemplo de cómo la combinación de estrategia, disciplina y tecnología bélica puede decidir el destino de una guerra. El 10 de agosto de 1557 no solo fue un triunfo en el campo de batalla: fue un hito que reconfiguró el equilibrio de poder en Europa y marcó la apoteosis del imperio de Felipe II.