Una guerra sin principios
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Ucrania: lecciones aprendidas

Una guerra sin principios

Vladimir Putin y su ministro de Defensa, Serguéi Shoigú [Kremlin] Foto (GASS:UNAV)
Vladimir Putin y su ministro de defensa, Serguei Shoigu. Foto: GASS
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Quizá lo primero que pueda sorprender a quienes analicen la invasión de Ucrania desde una perspectiva militar es que se trata de una guerra que no está sujeta a principio alguno. Y no, no me refiero a los principios éticos. Aunque es cierto que también estos brillan por su ausencia —nadie debería olvidar que se trata de una agresión injusta que la pléyade de heterogéneos pretextos esgrimidos por el Kremlin, a menudo contradictorios entre sí, no logra disfrazar— sería absurdo sostener que esa es una característica exclusiva de la desafortunada campaña de Putin. Tampoco se encuentra ahí la verdadera causa de su infortunio.

Si, después de casi diez meses de combates, Putin no ha alcanzado ninguno de sus objetivos, declarados o implícitos —y ni siquiera parece que los tenga al alcance de la mano— no es porque le falte la razón. Las guerras no siempre las ganan los buenos. Son los otros principios, los que los estrategas militares llaman principios de la guerra, los que, despreciados por el Kremlin y la cúpula de las fuerzas armadas, contribuyen a explicar el inesperado naufragio del ejército ruso en Ucrania.

Vaya por delante que tales principios, como obra del pensamiento que son, han sido siempre objeto de discusión. Cada nación los formula a su manera y no pretendo entrar en un debate académico sobre cuáles serían los enunciados más idóneos. A los efectos de este artículo, es preferible sacar factor común y limitar el análisis a cuatro de ellos que, en lenguaje futbolístico, están en todas las quinielas: concentración de fuerza, sorpresa, iniciativa y mantenimiento del objetivo.

Concentración de fuerza

Empecemos por la concentración de fuerza. El primer pecado de Putin es el haber invadido Ucrania con un ejército notoriamente insuficiente para obtener resultados decisivos en cualquiera de los tres ejes principales de progresión. La historia demuestra que con 200.000 soldados no se conquista un país de 600.000 km2 y más de 40 millones de habitantes. Pero esto lo saben mejor que nadie los militares rusos. ¿Por qué su error? Es razonable creer que entre las hipótesis de planeamiento aprobadas por el Kremlin, quizá inspiradas en las lejanas y relativamente incruentas invasiones de Hungría y Checoslovaquia por el Pacto de Varsovia, se encontrara la probable huida del presidente Zelenski y la rápida capitulación del régimen.

Dicen que la fortuna sonríe a los audaces. Quizá, desde el frío punto de vista de la estrategia militar, no deba reprochársele a Putin el haberlo intentado. Era mucho lo que, en poco tiempo y con un coste político relativamente bajo, podía alcanzar. Pero, cuando hay tanto en juego, no debe darse un golpe sobre la mesa sin la certeza de que suene a definitivo. Sobre todo si, como parece haberle ocurrido al líder ruso, quizá demasiado aislado en su torre de marfil, no se tiene un plan B.

Sorpresa

Continuemos por la sorpresa. A finales de marzo, Putin declaró al mundo que se retiraba de Kiev para concentrar sus fuerzas en la conquista del Donbás. Nada menos que diecinueve días después comenzó la anunciada ofensiva, justo donde todo el mundo la esperaba. ¿Puede extrañarnos que no consiguiera progresar?

No se trata de un caso aislado, sino la tónica general de esta extraña guerra. ¿Qué va a hacer mañana el ejército ruso en Ucrania? Me atrevo a decir que continuará atacando Bajmut, castigará las ciudades de Kherson y Zaporiyia por el mero hecho de estar más cerca del frente y, si toca —una vez por semana, más o menos— lanzará una oleada de misiles sobre la infraestructura energética del enemigo. Y lo mismo hará pasado mañana.

¿Es que no hay nadie en Rusia que haya leído a Sun Tzu? Seguro que sí. Todas las escuelas de Estado Mayor del mundo enseñan cosas parecidas. La razón de la anomalía —todos recordamos el esfuerzo hecho por los aliados en la Segunda Guerra Mundial para ocultar los planes del desembarco de Normandía— hay que encontrarla en el terreno de la política. Por desgracia para su maltrecho ejército, el Kremlin subordina las operaciones sobre el terreno a su plan de campaña en el terreno de la información. Un plan cuyo objetivo no es exactamente ganar la guerra, sino mantener viva en el pueblo ruso la confianza en su líder. Algo en lo que, por cierto, tampoco parece tener demasiado éxito… pero eso sería tema para otro artículo.

Iniciativa

¿Qué decir de la iniciativa? Putin fue quien comenzó la guerra, y eso le dio una innegable ventaja de partida. Escogió el momento oportuno para la invasión —se dice que subordinado también a la política, ya que para complacer a China hubo de esperar a la finalización de los juegos olímpicos de invierno— y cogió desprevenidos a los gobernantes ucranianos que, por cierto, pecaron de imprudentes. Parece que, a pesar de las reiteradas advertencias de los EE.UU., Zelenski creyó hasta el último momento que Rusia invadiría solo el Donbás.

Desaprovechada esa ventaja inicial tras el frustrado ataque ruso sobre las grandes ciudades ucranianas —no solo fue Kiev, también les fue imposible tomar Mikolayev, en el crítico camino a Odesa, y Kharkov— Putin tuvo que reconducir la campaña. Intentó entonces, demasiado tarde y después de advertir a su enemigo, centrarse en la maniobra que entonces parecía más razonable: progresar hacia el sur desde Izyum para envolver por el oeste al ejército ucraniano que defendía el Donbás.

Incapaz de progresar frente a un enemigo motivado y alertado, Putin concentró por fin lo mejor de sus fuerzas para atacar en un frente estrecho al sur de la provincia de Lugansk. Con ello cometió uno de sus más graves errores operacionales: aunque logró tomar algunas ciudades, cedió a Ucrania la iniciativa en un frente inmenso que quedó casi desprotegido en muchos de sus puntos. Pasó lo que tenía que pasar. Putin pagó la conquista de Severodonetsk y, más recientemente, los modestos avances sobre Bajmut, de valor estratégico muy limitado, con las dolorosas derrotas de Kharkov y Kherson.

Mantenimiento del objetivo

Mientras el general Surovikin, la nueva esperanza de la comunidad nacionalista rusa, trata de encontrar los recursos que le permitan recuperar la iniciativa perdida, nosotros pondremos el foco en el más graves de los pecados estratégicos cometidos por el Kremlin en esta guerra: la incapacidad para mantener el objetivo.

Asumamos que no sabemos exactamente qué es lo que quiere Putin conseguir con esta guerra. Los estudiosos de la geoestrategia suelen buscar las causas de los conflictos en los intereses nacionales. A menudo se equivocan, porque no son las naciones quienes toman las decisiones tras analizar objetivamente el coste y el beneficio. Son los líderes quienes realizan ese cálculo y, para algunos de ellos —Putin no es el primero en caer en la tentación— los intereses nacionales son solo el pretexto que les permite utilizar a su pueblo para perseguir lo que de verdad ambicionan: el poder y la gloria.

Dicho esto, ¿cuáles dice Putin que son sus objetivos estratégicos? De puertas afuera, buscando sumar a su causa a quienes, con razón o sin ella, sospechan de las intenciones de los EE.UU. y de la OTAN, el líder ruso ha asegurado que invadió Ucrania para poner freno a la expansión de la Alianza Atlántica. Pero no merece la pena analizar la campaña a la luz de este pretexto por dos buenas razones. La primera porque, como cabía esperar, la guerra ha conseguido el efecto contrario. No creo, además, que eso haya sorprendido al líder ruso, a quien tengo por malvado pero no estúpido. La segunda razón, más importante para los efectos de este análisis, es que en nada de lo que ha hecho Putin en la campaña se nota el menor indicio de que haya pesado el miedo a la OTAN. ¿Cómo previene su expansión el que Rusia abandone la ciudad de Kherson o la defienda, el que consiga o no mantener bajo su control un corredor por tierra hacia Crimea? ¿De verdad cree Putin que no nos damos cuenta de que si, al final, consiguiera conquistar Ucrania, habría sido él quien llevara la frontera rusa a las puertas de la OTAN?

Poniendo los pies en el suelo y juzgando al líder ruso por sus obras, está claro que su verdadero objetivo es el sometimiento de su díscolo vecino o, si esto no fuera posible, la conquista de tanto territorio ucraniano como consiga defender. De hecho, cuando Putin y su camarilla se dirigen a su pueblo, la justificación de la invasión se basa invariablemente en dos factores que poco tienen que ver con la política mundial. El primero, la propia maldad de los ucranianos, transformados en terroristas, nazis, amigos de los homosexuales —todo vale para unir los ánimos de la conservadora sociedad rusa— y culpables del genocidio de la parte de su población leal a Moscú. El segundo, que conviene a aquellos que no puedan comulgar con la criminalización de un pueblo tan cercano, es el sueño compartido por toda la élite política rusa de recuperar pasadas grandezas a costa de una Ucrania que, en realidad, no debiera existir.

En ese contexto político, y olvidado ya el júbilo de la conquista de Crimea, Putin quiso reverdecer viejos laureles a costa de su vecino, en un momento en el que parecía vulnerable. Esperaba conseguirlo a bajo precio, pero es obvio que está dispuesto a seguir intentándolo, aunque tenga que pagar esos laureles haciendo retroceder varias décadas el desarrollo del pueblo que lidera.

En su campaña conquistadora, tan inusual en estos tiempos, el primer objetivo fue la capital ucraniana, que es tanto como decir toda Ucrania. Frustrado su sueño, y por desgracia para su baqueteado ejército, Putin nunca tuvo claro cuál era el objetivo alternativo. Fue su indecisión la que hizo que, después de retirarse de Kiev, sus generales defendieran inútilmente la provincia de Kharkov y la margen derecha del Dniéper… para abandonarlas luego casi sin combatir. Todavía hoy, el Kremlin no ha tomado, ni siquiera en papeles, una decisión final sobre qué partes de Kherson y Zaporiyia pretende anexionarse.

Los cambios de objetivo son siempre un error grave porque implican esfuerzos malgastados. Tengo para mí que si Putin hubiera decidido concentrar sus fuerzas en la maniobra de envolvimiento del ejército ucraniano en el Donbás, quizá la guerra habría terminado en pocas semanas, sin dar tiempo a la contundente reacción de la comunidad internacional.

Es verdad que, a veces, tales cambios vienen impuestos por el devenir de las operaciones. Pero, en algunas de sus decisiones, el Kremlin ni siquiera puede aferrarse a esa pobre excusa. Ese es, por ejemplo, el caso de la campaña de targeting conjunto, un componente crítico en la guerra moderna. Durante nueve largos meses, Rusia ha gastado miles de misiles, muchos de ellos modernos, sin que la errática dirección estratégica le haya permitido rentabilizar la enorme inversión realizada, tanto en recursos como en capital político.

En los primeros momentos de la guerra, los rusos dedicaron sus misiles a perseguir un objetivo legítimo —aunque estuviera enmarcado en una guerra injusta— y doctrinalmente sano: reducir la capacidad militar del enemigo destruyendo sus sistemas de mando y control, nodos logísticos, aeropuertos militares y sistemas de defensa aérea. Por desgracia para su esfuerzo de guerra, nunca llegaría a terminar la tarea.

Tras los primeros fracasos militares, achacados casi siempre al apoyo que presta la OTAN a los malvados nazis ucranianos, la presión política forzó un cambio de objetivo. Se seleccionaron nuevos blancos bajo la ilusión de que sería posible interrumpir el tráfico de las armas occidentales que, en los campos de batalla, estaban matando soldados rusos. Durante varias semanas, se gastaron valiosos recursos en atacar sin demasiado éxito la red de ferrocarriles de Ucrania, un objetivo demasiado ambicioso para las posibilidades de la Rusia de hoy. Hay que añadir que, bajo ese paraguas, las ciudades empezaron a convertirse en blanco de la venganza de Putin —baste recordar lo ocurrido después de la pérdida del crucero Moskva— aunque cada impacto se justificara entonces como un ataque a inciertos almacenes de armas extranjeras o hipotéticas concentraciones de mercenarios.

Tampoco ese segundo objetivo duró demasiado. Desde la retirada de Kharkov —antes, por cierto, de los daños al puente de Crimea que el líder ruso suele identificar en público como la razón del bombardeo de blancos civiles— Putin gasta sus misiles en una campaña criminal y sin demasiado sentido militar, pero muy popular entre los nacionalistas rusos: el privar de energía a las ciudades ucranianas. Quizá si no hubiera gastado tantos de sus misiles en las dos primeras campañas ahora podría dedicar más recursos a perseguir un objetivo quizá practicable, pero que exige una continuidad en el esfuerzo que ya no está a su alcance. Tal como están las cosas, las escasas decenas de misiles que viene lanzando cada semana o poco más, no pueden provocar más que averías pasajeras, suficientes para irritar al mundo pero inútiles para llevar el miedo al corazón de los ucranianos.

Cuando Putin se canse, quizá después del invierno, es probable que busque otro objetivo para sus misiles que, si tiene suerte, a lo mejor le permite renovar en su pueblo la ilusión de que puede poner de rodillas a Zelenski. Pero el tiempo terminará demostrándole lo que cualquiera de los alumnos de su escuela de Estado Mayor podría haberle advertido: que esa no es manera de ganar una guerra.




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