El próximo día 24, de este mes de junio, se celebrará, en La Haya, la Cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de la Alianza Atlántica. A diferencia de otras anteriores, la Cumbre de La Haya se presenta con incertidumbre y los resultados, por ese mismo motivo, no se pueden predecir. Y digo incertidumbre como eufemismo de temor o preocupación, todo ello por la postura que, en el Consejo Atlántico, puede adoptar el aliado más fuerte a través de su presidente, Donald J. Trump. Será, a buen seguro, protagonista en la Haya, como lo viene siendo todos los días desde el inicio de su presidencia, sin que podamos prever si su protagonismo se asentará en el apoyo tradicional que Estados Unidos dé a la organización atlántica o, todo lo contrario, que su presencia sirva para que entonemos la misa de réquiem, desde el mismo momento en que termine la reunión.
Naturalmente, entre ambas posturas, pueden darse y deben darse otras, más constructivas, más útiles, más necesarias, no solo para mantener viva una Alianza que ya ha cumplido 75 años -de éxitos, debería añadir- como para que los ciudadanos de ambos continentes sigamos teniendo la sensación de que vivimos seguros; que los valores inalienables que sustentan nuestro sistema, desde el final de la Segunda Guerra Mundial siguen vigentes; y que merece la pena el sacrificio de defenderlos para transmitirlos intactos a nuestros hijos.
Pero puede no ser así. El riesgo principal es que se cuestione, en esa Cumbre, la utilidad que tiene la alianza para los Estados Unidos de América. Su retórica, hasta ahora, no va por el camino de verla como necesaria para la seguridad euroatlántica; en varias ocasiones ha dicho que la unidad europea nació para fastidiar a los Estados Unidos y, esa percepción de Europa diseña una alianza inviable. Si somos adversarios, no podremos ser aliados.
Más peligroso que la retórica pueden ser sus propuestas. Y, en este caso, me refiero a que, sin más explicaciones, manifieste que la OTAN ya no sirve y que se debe crear algo parecido para la zona Asia-Pacifico, donde radican los intereses estratégicos norteamericanos. La nueva alianza, cualquiera que sea su nombre, recibirá el apoyo y los recursos que ahora recibe la alianza atlántica privando, por tanto, a ésta de capacidades imprescindibles para nuestra defensa común y generando, así, una inquietud excepcional, especialmente a aquellos aliados que ahora viven seguros, al amparo del artículo V del Tratado de Washington.
Y, en mi opinión, sería aún peor si optara por dejar la alianza bajo el pretexto de que los europeos no cumplimos con nuestros compromisos de defensa. Nos conduce por ese camino la pretensión exagerada y sin base racional alguna de que todos hemos de dedicar el 5% de nuestro PIB a gastos de defensa, o medir nuestra calidad como aliado por algo tan naif como el tanto por ciento del PIB dedicado a defensa y no por las aportaciones que se hacen a la defensa común. Según esa vara de medir, las repúblicas bálticas son mejores aliados que España, pese a que vigilamos su espacio aéreo con nuestros Eurofighter y tenemos desplegados nuestros Leopardos en su frontera con Rusia. Pero por ahí van los tiros -espero que no sean tiros reales- en cuanto a pedir a los aliados más, incluso, de lo que pueden hacer para después decir que la alianza es inviable porque los europeos no aportan los recursos necesarios para mantenerla.
Leí, hace unos días, que tanto el pesimismo como el optimismo son dos formas de arrogancia y que el verdadero valor reside en la esperanza. Y a esta nos acogemos cuando faltan menos de dos semanas para la Cumbre. De la esperanza nacen también dos hipótesis interesantes. La primera es que no pase nada: bussiness as usual. Y, para ello, bastará con que pongamos todos cara de circunstancias cuando nos acuse de no hacer nada, nos diga que la OTAN no es útil, escenifique algo más extravagante, e igualmente ineficaz, y nos amenace con algo que, posteriormente matizará y definitivamente no cumplirá.
Es también interesante considerar que, pese a lo que ocurra en La Haya, los europeos debemos afirmar, con contundencia, el valor del pilar europeo de la Alianza hasta el punto -no deseado- de que, incluso sin americanos, somos capaces de hacer lo necesario para nuestra defensa común. No es la primera vez que se habla de ESDI within the Alliance, (Identidad Europea de Seguridad y Defensa, dentro de la Alianza), o ”fuerzas separables, pero no separadas”, conceptos ambos que se acuñaron muy a principios de nuestro siglo y que se explican en muchos documentos conceptuales aliados. Pongamos en práctica, caso de que se quiebre la Cumbre, aquello que sólo fue concepto pero que puede materializarse con la necesaria voluntad política.
Ojalá que nuestros temores se queden en eso. Que las cosas vayan como en otras cumbres, con el espíritu aliado gobernándolas, con la necesaria capacidad de forjar acuerdos de la que siempre la OTAN ha hecho gala, con el sentido común necesario para no jugar con las cosas de comer y que, dada la importancia del momento en que vivimos, la alianza deje de ser un personaje en busca de autor; bastante ocupada estará haciendo frente a los retos que hoy tiene. El más perentorio y, quizá, definitivo es poner fin a una guerra en Europa y ocuparse de que no vuelva a haber otra, quizá la última.
Y que todo lo anterior nos lo muestren a los ciudadanos en un comunicado que tranquilice a todos, que reafirme los valores de la Alianza y que a lo conceptual del gasto en defensa le siga un reparto de cargas más trabajado que el mero recurso al tanto por ciento del PIB. En definitiva, que siga brillando “el espíritu aliado”.
El 24 se disiparán las dudas. ¿Se disiparán también nuestros temores?