La cumbre quizá más difícil de la historia de la Alianza Atlántica ha finalizado con menos ruido del que algunos temíamos. Es verdad que muchos de los problemas de fondo siguen ahí. El más grave de ellos, que quizá sea el fuerte desequilibrio político y militar que existe entre ambas orillas del Atlántico, puede que incluso se haya agravado temporalmente. Sin embargo, se han parcheado algunos de los asuntos más urgentes. No es, pues, el final soñado; pero se ha salvado la primera bola de partido del segundo mandato de Donald Trump y, a fuer de objetivos, es probable que no se pudiera pedir mucho más con las cartas —y los jugadores— que había en la mesa.
De las dos minas que podían haber explotado en el corazón de la Alianza durante la cumbre, la cuestión económica era la más llamativa y, por ello, la que más ha centrado la atención de los medios. Pero nunca me pareció la más difícil. La bravata de Trump en el foro de Davos —el magnate nunca explicó por qué puso sobre la mesa una desmesurada cifra del 5% que no respondía a estudio alguno y que él mismo no estaba dispuesto a cumplir— había puesto muy alto el listón de la cohesión de la Alianza. Se trataba, muy probablemente, de un desafío personal —todo parece volverse personal cuando se trata del presidente Trump— a unos líderes europeos que, al contrario que Vladimir Putin, casi siempre le habían mirado por encima del hombro.
Afortunadamente, la propia inercia de la organización, acostumbrada a posibilitar acuerdos cuando parece imposible hacerlo —por no mencionar la habilidad del secretario general Rutte para torear con la muleta del halago más vergonzante al peculiar personaje que hoy preside los EE.UU.— ha logrado encontrar un camino en el que cabemos todos. Lo que nuestros líderes han firmado es un objetivo a largo plazo que a nadie debería de haber molestado… por más que la dinámica de la política doméstica, en la que yo no quisiera entrar, haya complicado el problema en algunas capitales europeas. Sobre todo en la nuestra. Sin embargo, cuando se deposite el polvo de la polémica electoral, la mayoría de los españoles de buena fe valorará correctamente el factor tiempo: a ese arbitrario 5% se llegaría en el lejano 2035… y solo si así se decidiera en 2029, ya con otro inquilino en la Casa Blanca.
¿Y qué ocurrirá mientras tanto? No creo que sea casualidad que, mientras dure el mandato del inmanejable republicano, los presupuestos de defensa de los países de la UE deberán crecer a un ritmo parecido al que la propia Comisión había estimado como necesario cuando presentó su plan de rearme, para llegar alrededor del 3% antes del año 2030. Y ese ritmo, no lo olvidemos, obedecía a la presión de Putin, no a la de Trump.
Superado —o, por mejor decirlo, aplazado— el escollo económico, la mina más peligrosa quedaba en aguas de la política, un terreno donde no había margen para dilatar las decisiones hasta la llegada de un nuevo presidente. ¿Se atrevería Trump a tomar partido por Rusia en lugar de apoyar a una Ucrania que, aún sin pertenecer a la Alianza, se ha convertido por méritos propios en la pieza clave de la defensa de Europa? Los precedentes de la ONU, donde Washington había cambiado de bando para votar al lado de Moscú; y de la reciente reunión del G7, en la que Trump había vetado toda referencia a la guerra en Europa, no invitaban al optimismo. Pero también aquí la dinámica de la Alianza consiguió el milagro. De la declaración final se deduce que, aunque con menos entusiasmo que otras veces, la OTAN sigue teniendo claro que Rusia es el enemigo y que la seguridad de Ucrania contribuye a la de todos los aliados.
No estamos ganando
Como he dicho, en la cumbre de La Haya se ha salvado una bola de partido sin que hayamos tenido que escuchar al presidente Macron asegurando que la OTAN padecía muerte cerebral o a la canciller Merkel reconociendo que ella ya no confiaba en el aliado trasatlántico. Puede que haya líderes que piensen cosas parecidas o aún peores, pero la mayoría nos hacen el favor de no decirlo en público. Por cierto que buena parte del mérito de esa bienvenida discreción —no miro a nadie pero, entre aliados, los trapos sucios deben lavarse en casa— lo tiene Putin, que se ha esforzado mucho para hacernos entender que, de momento, volvemos a necesitar a los EE.UU. tanto o más que durante la Guerra Fría.
Celebremos, pues, el resultado de la cumbre; pero, antes de empezar a descorchar el champán, conviene recordar que, como ocurre en el tenis, el jugador que tiene que salvar bolas de partido es el que va perdiendo. Y ese sigue siendo nuestro caso.
Entre los juegos de desventaja que todavía tenemos que remontar está el de los valores. La Alianza Atlántica tiene por fundamento unos valores compartidos que, al menos en este momento, se interpretan de diferente manera en ambos lados del Atlántico. ¿Encajan los EE.UU. de Trump en una organización de naciones que, según se puede leer en el Artículo 1 del Tratado de Washington, “se comprometen, tal y como está establecido en la Carta de las Naciones Unidas, a resolver por medios pacíficos cualquier controversia internacional en la que pudieran verse implicadas”? Todos hemos escuchado al republicano decir que no renuncia al uso de la fuerza para apoderarse de Groenlandia. En otro orden de cosas, es conocida su opinión de que, diga lo que diga la Carta de la ONU sobre el derecho a la integridad territorial, Ucrania debería ceder a Putin el territorio que Rusia ha conquistado porque Zelenski no tiene cartas con las que recuperarlo.
Otro juego que se ha perdido es el de la capacidad de disuasión, que siempre es proporcional a la credibilidad de la respuesta. De palabra, Trump ha cuestionado públicamente su obligación de apoyar a los aliados que no inviertan en su defensa lo que a él le parezca suficiente. De obra, el hombre ha traicionado su propia palabra casi cada vez que la ha empeñado. ¿Qué pensar de un líder que concedió a Irán dos semanas para negociar… y bombardeó tres de sus instalaciones nucleares dos días después? Por mucho menos se acusó a Japón de infamia en la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué esperar, además, de un presidente que prometió arrasar Irán si se atrevía a responder a su ataque… y se puso de acuerdo con la República Islámica para tolerar el lanzamiento de dos decenas de misiles —no importa demasiado su eficacia, evidentemente muy por debajo de las capacidades occidentales— sobre su propia base de Doha sin otra reacción que la de evacuar a su personal? Si después de la que, por comparación con las anteriores, podríamos llamar Pequeña Guerra del Golfo, Jamenei sigue desafiando a los EE.UU., ¿por qué tendría Putin que tenerle miedo?
Con todo, lo peor de lo ocurrido en la pasada cumbre es el daño a la imagen pública de la OTAN, que ya no parece lo que debiera ser: una alianza entre naciones soberanas. Todos aquellos que gustan de decir que la Alianza existe para que los EE.UU. puedan dominar Europa y tratar a las naciones del viejo continente como si fueran sus vasallos se estarán frotando las manos. Nada más estúpido que darle munición al enemigo y, reconozcámoslo, no hay mejor munición para la permanente guerra de desinformación contra la OTAN —el valor que todavía tiene la Alianza en el tablero internacional queda confirmado por el esfuerzo sostenido que hacen sus enemigos para intentar neutralizarla— que la imagen del Secretario General Rutte llamando “papá” a Donald Trump.
Las botas de los soldados rusos
El mal ya está hecho. Ahora toca curar las heridas recién abiertas y, sobre todo, evitar que vuelvan a producirse situaciones en las que tengamos que celebrarlas como un mal menor. A la segunda de estas tareas deben dedicarse los líderes europeos. Esos recursos adicionales que, de grado o por fuerza, vamos a invertir en nuestra defensa tienen que comprar equilibrio, además de sistemas de armas. Necesitamos desarrollar tecnologías propias y potenciar la base industrial, pero también apostar por un mayor grado de independencia estratégica, objetivo siempre ambicionado por los europeos… pero nunca financiado.
Desde la perspectiva militar, la OTAN no puede condicionar su futuro al albur de que una sola nación ponga todo el cemento necesario para construir, con los ladrillos que aporte cada uno de los aliados, una fuerza de combate eficaz. El problema es que algunos de los componentes de ese cemento —mando y control, inteligencia, movilidad estratégica, apoyo logístico— pueden ser incluso más caros que los sistemas de armas que necesita cada uno de los ejércitos nacionales… y, para más inri, podrían no resultar de aplicación a los planes de defensa “no compartidos” de algunas de las capitales europeas. Pero es eso… o llamar “papá” a Donald Trump y cruzar los dedos para ver si responde en cada ocasión.
Mientras nuestros líderes toman las decisiones correctas —cómo dudar de que lo harán si para eso los hemos elegido— y se abstienen de airear sus diferencias, es la sociedad, campo de batalla en la guerra de la información, la que debe rearmarse para poner vendas en las heridas que la última cumbre ha dejado en la opinión pública europea. Por mucho que hayan sido necesarios para superar la bola de partido de la que hablábamos, los desmesurados e infantiles elogios de Rutte serán difíciles de borrar de la mente de muchos españoles. Ya se encargarán los propagandistas que el Kremlin tiene en nuestro país de explotarlos en su beneficio.
Sin embargo, hay poderosos argumentos que los defensores de la Alianza —entre los que se encuentra la Asociación Atlántica Española a la que me honro en pertenecer— podemos utilizar para contrarrestar esa imagen de servilismo que, sorprendentemente, el Kremlin suele invertir para adaptarla a los gustos de la opinión pública del otro lado del Atlántico. Quienes siguen la política norteamericana pueden constatar que allí todos los agentes prorrusos, ya sean convencidos o mercenarios, se esfuerzan denodadamente por vender el argumento opuesto: allí es la perezosa Europa la que se aprovecha de la ingenuidad de los EE.UU.
Centrémonos en nuestro lado del Atlántico. ¿Qué podemos alegar los que creemos en la OTAN para hacer frente a la acusación de vasallaje que propagan todos los que desean debilitar a la Alianza? Si buscamos argumentos en el pasado, quizá el mejor de ellos sea el recuerdo de la invasión de Irak. En el año 2003, cuando el presidente Bush trataba desesperadamente de encontrar apoyo internacional para justificar su agresión, solo encontró palabras de condena en la mayoría de las capitales europeas. ¿Podría el presidente Lukashenko haber dicho que no a la invasión de Ucrania? Cada uno que responda en conciencia a esta pregunta, sabiendo además que lo que Putin exigió a su vasallo no fue solo apoyo político. El teórico aliado se vio forzado a entregar el armamento y la munición de que disponía el menguado Ejército bielorruso y a ceder su territorio como base de partida para el fracasado asalto a Kiev.
En el presente —que es donde encaja esta cumbre de sabor agridulce— todavía podríamos presumir de que la OTAN acaba de lograr de los EE.UU. un apoyo a Ucrania que no obtuvieron ni sus socios del G7 ni la abrumadora mayoría de las naciones en la Asamblea General de la ONU. En ambos foros, por cierto, ni uno solo de los aliados de Washington se ha sumado a la política de cesiones a Moscú impulsada por Trump.
Y, por último, en el futuro, quizá el mejor argumento para defender a la Alianza Atlántica es el que nos ha dado el propio Putin: “Allá donde ponga la bota un soldado ruso, eso es Rusia”. Puede que no nos guste nada el presidente Trump, pero sabemos que eso tendrá remedio en un plazo de cuatro años. Esa es la ventaja de ponerse del lado de las democracias. Lo de ser parte de Rusia, en cambio, —que se lo digan a los sufridos habitantes de Grozni… a los pocos que quedan quiero decir— es para siempre. Y no se crea el lector que, como suelen decir los prorrusos españoles, nosotros estamos demasiado lejos de Moscú para preocuparnos. Incluso los que prefieran cerrar los ojos a la realidad de que lo que está en juego en Ucrania no son solo algunos miles de kilómetros cuadrados de terreno, sino las reglas de juego que seguirá el mundo en las próximas décadas, deberían recordar que también hay botas rusas en el Sahel.