​Ucrania: otra Navidad sin luz al final del túnel
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​Ucrania: otra Navidad sin luz al final del túnel

Ministerio de defensa ucrania
Unidad del Ejército ucraniano que combate los ataques con drones rusos. Foto: Ministerio de Defensa ucraniano
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En la última cumbre del G-20 —celebrado de forma telemática para permitir la presencia del presidente Putin, imputado por crímenes de guerra— el dictador ruso consiguió sorprendernos cuando, refiriéndose tanto a la guerra de Gaza como a la de Ucrania, declaró: “Debemos pensar en cómo detener esta tragedia”.

El contexto en el que lo dijo es importante, claro, y no se ha visto reseñado correctamente en la mayoría de los medios españoles. Putin no pretendía mostrar arrepentimiento alguno por la invasión del país vecino, como parecía deducirse de los titulares de algunos periódicos nacionales. Solo se quejaba del doble rasero de un Occidente que, según su opinión de experto, se preocupaba más de las víctimas ucranianas que de las palestinas. Debe de leer pocos periódicos españoles el presidente ruso.

Quizá sea yo quien sufra de rusofobia —lo que, si prospera un proyecto de ley recientemente presentado a debate en la Duma, me convertiría en delincuente a los ojos del Kremlin— pero a mí me parece que donde se da el doble rasero es en la mente del antiguo espía de la KGB. Merece la pena recordar una noticia de la agencia TASS, que presenta una cara del dictador distinta de lo que estamos acostumbrados. Profundamente dolido por los bombardeos de Israel en Gaza, Putin se lamenta: “Cuando miro a los niños ensangrentados, a los niños muertos, cómo sufren mujeres y ancianos, cómo mueren los médicos… aprietas los puños, los ojos se llenan de lágrimas".

No es con los ojos llenos de lágrimas como las personas sin tan elevados sentimientos humanitarios —como es mi caso— nos imaginamos al pobre Putin. Y es que, en Occidente, rara vez reparamos en que el dictador ruso, como el jabalí verrugoso Pumba —lo de verrugoso no es por ofender, que ese nombre se da en castellano a la especie animal a que pertenece el simpático personaje de la película del Rey León— tiene un alma sensible bajo su gruesa piel. Lejos del perfil que el Tribunal Penal Internacional nos ha querido transmitir con su imputación por crímenes de guerra, el Putin que la agencia TASS nos desvela es un verdadero amante de la paz, noble sentimiento que se ha esforzado por transmitir con los mejores argumentos —ya se sabe que la letra con sangre entra— a los ciudadanos de Grozni, Alepo, Mariúpol y Bucha.

Por desgracia para el mundo, pero sobre todo para Rusia y Ucrania, el dictador se ha visto obligado a presentarse a las elecciones presidenciales del próximo mes de marzo. Él no quería, pero han sido tantos los ruegos de sus partidarios que, por puro espíritu de servicio, no ha tenido más remedio que acceder. Es probable que, en su afán de adelantarse a los acontecimientos, ya haya decidido con qué porcentaje de votos va a ganar, pero a nosotros no nos lo dirá hasta que finalicen las elecciones. Siempre atento a nuestros deseos, incluso a los que todavía no hemos formulado, no quiere estropearnos la sorpresa.

Decían desde Rusia —aunque tampoco hay que creer sin más a los medios opositores— que Putin no centraría su campaña electoral en la guerra, sobre la que poco puede presumir, sino en la estabilidad del régimen y en la resistencia de la economía bajo el feroz ataque de Occidente. Ya veremos si se confirma este pronóstico pero, por el momento, la lectura de la prensa rusa en estos últimos meses muestra que la “operación especial” ha perdido buena parte del espacio que antes se le dedicaba. Incluso el pasado 14 de diciembre, el día en el que Putin recuperó la tradición anual de someterse a las preguntas de su pueblo, las noticias de portada del Izvestia, que un año antes solían glosar los éxitos del Ejército ruso, preferían informar de que “Putin explicó el aumento de los precios de los huevos de gallina”.

No es, pues, solo en Occidente donde la guerra de Ucrania se vuelve poco a poco invisible. Y tampoco es culpa de lo ocurrido en Gaza, a pesar del dicho popular de que un clavo saca otro clavo. El fenómeno es anterior a la masacre de Hamás y tiene como causa el cansancio de la opinión pública —y su reflejo en el share del que viven los medios de comunicación— ante una situación de equilibrio militar que ninguno de los contendientes parece capaz de romper.

Una sangrienta partida de ajedrez

En el frente, la marcha de la guerra ha vuelto a llevar una inmoderada satisfacción a las filas de los rusoplanistas, que imagino nutridas de personas que en su día pronosticaron una rápida victoria rusa y que lo único que desean —como casi todos los seres humanos— es tener razón. Si no en la rapidez, que eso ya no tiene arreglo, al menos en la dirección del movimiento.

Los partidarios de Putin, pueden presumir de que la última contraofensiva ucraniana se ha quedado en nada. Ahora vuelve a ser el Ejército ruso el que, a la velocidad con que los legionarios de los comics de Astérix barrían el cuartel —media baldosa a media baldosa— va empujando a su enemigo de algunas de sus posiciones en torno a la disputada Avdiivka. Más peligrosos son los avances de los invasores en la dirección de Kupiansk, un importante nudo ferroviario que Rusia ya ocupó en los primeros días de la guerra y Ucrania liberó hace algo más de un año.

Si excluimos las anecdóticas incursiones de pequeñas unidades ucranianas a través del Dniéper y los sorprendentes apuros de la marina de Rusia en el mar Negro, la situación en todo el frente vuelve a recordar a la batalla de Bajmut, único éxito de Putin en el año que está a punto de terminar. No es que haya mucho de qué congratularse, porque la ofensiva rusa se detuvo al llegar a los límites administrativos de la ciudad y la conquista le costó a Putin la compañía Wagner, entonces su unidad más selecta. Pero reconozcámoslo: la victoria, por pírrica que sea, es mejor que la derrota. Mucho mejor.

Como los rusoplanistas, yo también quiero tener razón. Pero a mí el tiempo no me sirve como referencia, ya que mi pronóstico —al menos desde el punto de vista militar— es intemporal: unas tablas sin gloria en las que ni Rusia podrá obligar a Kiev a ceder territorios ni Ucrania podrá expulsar a las tropas de Putin hasta las fronteras internacionales acordadas por ambos países en 1994.

Sin otro objetivo que el de interesar a los no familiarizados con la jerga militar, desde la primera vez que me invitaron a hablar en público sobre la guerra traté de explicar el conflicto bélico como si se tratase de una partida de ajedrez. Las piezas en poder de Putin y Zelenski eran, desde luego, muy diferentes, pero siempre me pareció que, si el dictador ruso no se conformaba con el bocado inicial —y nunca tuvo oportunidad de hacerlo porque sus tropas no lograron conquistar el Donbás, objetivo mínimo de la invasión— la guerra habría de convertirse en un sangriento forcejeo de peones que solo podía terminar en tablas. Casi dos años después, ninguno de los bandos puede decir con honestidad que ve la luz al final del túnel.

Las cifras de bajas que manejan los analistas pertenecen al reino de la especulación pero ¿cómo va la sangrienta partida después de varios centenares de miles de muertos y heridos en ambos bandos? La reina blanca, la pieza más valiosa de Putin —asigné ese papel al arma nuclear, que tanto hizo por retrasar la ayuda de Occidente— apenas ejerce ya influencia sobre el tablero. Las torres blancas —el petróleo y el gas— han dejado de amedrentar a los países europeos que, mal que bien, han rehecho sus economías sin contar con ellas. Sus alfiles —la aviación y los misiles, capaces de sobrevolar las diagonales para atacar a largas distancias— se han consumido en vano sin alcanzar ninguno de los erráticos objetivos impuestos por Putin. Masacres como las de Kramatorsk, Dnipro o Hroza han hecho más daño a la causa rusa que a la ucraniana. Quizá por eso parece retrasarse este año la absurda campaña de invierno contra la calefacción y el agua corriente. Por último, y si excluimos las primeras semanas de la guerra, los caballos rusos —las unidades mecanizadas— no han conseguido ni una sola vez saltar sobre las líneas ucranianas.

Solo en la guerra de trincheras los peones rusos, apoyados por la masa artillera heredada de la Guerra Fría, se han impuesto a los ucranianos en algunos puntos del frente. Pero, si hacemos balance, el esfuerzo parece haber sido estéril. El terreno controlado por el Ejército ruso es hoy la mitad del que llegó a ocupar. Cierto que Putin, los días que llueve, intenta convencernos de que si no ha logrado apoderarse de Kiev, llegar hasta Odesa o quedarse con Járkov es porque no quería hacerlo. Pero yo decía cosas parecidas cuando era pequeño. Además, cada vez que hace sol, Putin se desmiente a sí mismo y asegura que toda Ucrania —excepto sus regiones más occidentales, que generosamente cede a Polonia, Rumanía o Hungría, quizá soñando con un acuerdo similar al que llevó a Stalin a repartirse Polonia con Hitler— pertenece a Rusia.

El tablero es muy diferente desde la perspectiva de las piezas negras. Enrocado en Kiev, el rey Zelenski parece seguro. Empieza a ser criticado —no sin razón— y lo será más a medida que se alargue la guerra, pero, al contrario que Putin, no ha sufrido ningún golpe de estado ni ha tenido que arrojar a nadie por ninguna ventana. La reina negra, su pieza más decisiva, era el fogueado ejército que llevaba ocho años resistiendo a los rusos en el Donbás. No sin sufrimiento, todavía sigue haciéndolo dos años después. Carecía Zelenski de alfiles y caballos, pero tenía y tiene por torres a las grandes ciudades ucranianas, contra las que, con pocas excepciones, se ha estrellado el Ejército ruso. ¿Y Mariúpol? Ni siquiera Putin podría repetir los crímenes que ordenó cometer para tomar esa ciudad —recordemos que estaba 50 kilómetros detrás del frente— si estuviera a la vista del mundo.

Hoy, no puede negarse, pintan bastos para Ucrania. Sobre el tablero y, también, entre los espectadores que juegan a políticos —sorprende ver la caída libre del liderazgo en los EE.UU. desde la presidencia de Ronald Reagan— al otro lado del Atlántico. Pero si nos alejamos de los ciclos de esperanza y desesperación que suelen acompañar a las guerras largas, parece que Rusia —que ciertamente está mejor que hace unos meses— está bastante peor que hace dos años. Si Putin no tiene nuevas piezas que poner en el tablero y Occidente no quiere darle a Zelenski los medios que necesita para vencer —cien carros de combate modernos no hacen la diferencia, y tampoco la harán los F-16 si no se entregan en cantidad suficiente— la partida continuará en la misma línea que hasta ahora: un sangriento forcejeo de peones. No era a empujones como el Ejército ucraniano podría haber llegado al mar de Azov a través de Robotyne, y tampoco será a empujones, por meritorios que sean para las tropas que dan su vida en los asaltos a las trincheras enemigas, como Rusia tomará Kiev o logrará su rendición incondicional.

En definitiva, no se ve en Ucrania la luz al final del túnel. Si quiere el lector una razón para el optimismo, puedo ofrecerle solo una, y no tiene nada que ver con el ajedrez. Negros o blancos, los soldados no están hechos de madera. Todos sufren en las trincheras. Pero los ucranianos defienden su tierra. Mientras a los rusos la derrota les haría volver a sus casas, para los soldados de Zelenski supondría la esclavitud o el exilio. Si no les traicionamos —también está en juego nuestra libertad de decidir a quién invitamos a unirse a la Unión Europea— es probable que esa diferencia sea suficiente para, cuando falte Putin o se debilite su régimen, decidir el resultado de la guerra.



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