Guerra aérea en Ucrania
EDICIÓN
| INFODRON | INFOESPACIAL | MUNDOMILITAR | TV
Firma invitada >
Opinión

Guerra aérea en Ucrania

Caratula opinion almirante rodriguez garat
|

La campaña aérea rusa en Ucrania

No es fácil explicar las causas del fracaso de la campaña aérea de Putin en Ucrania. Sobre el papel, la fuerza aérea rusa —entiéndase el término como inclusivo, y no referido exclusivamente al componente de las Fuerzas Aeroespaciales que en Rusia recibe ese nombre— parecía formidable. Se suponía compuesta por más de 900 cazas y cazabombarderos —aunque en su mayoría fueran versiones más o menos desarrolladas del exitoso pero ya superado Su-27, el obsoleto Mig-29 y el anticuado Mig-31— y alrededor de 400 aviones de ataque Su-24, Su-25 y Su-34. A esta lista habría que añadir un centenar largo de bombarderos de gran radio de acción. ¿Por qué una fuerza así se ha mostrado incapaz de conseguir el dominio del aire sobre Ucrania, de apoyar con eficacia a las unidades que combaten en el frente o de impedir que los drones enemigos lleguen hasta Moscú?

Podríamos dejar que fueran los propios rusos los que identifiquen sus problemas y nos los cuenten al final de la guerra. Pero no podemos esperar tanto si queremos partir de lo que ha ocurrido para intentar deducir hasta dónde puede llegar la aviación de Putin —que, poco a poco, parece ir levantando cabeza— y, aún más importante, cómo podría influir la presencia de los cazas F-16 en los cielos de Ucrania, ya avanzado el 2024. Es por eso que me atreveré a aventurar una respuesta advirtiendo de antemano al lector que no se trata más que de la opinión profana de un militar retirado.

Vayamos por partes. Del fracaso de la campaña estratégica que, en los primeros días de la guerra, debería haber aniquilado la fuerza aérea de Ucrania, destruido sus aeropuertos y degradado su defensa aérea puede culparse, al menos en parte, a decisiones políticas erróneas. Putin quería un golpe por sorpresa y relativamente incruento, y no era razonable empezar con una campaña de Shock and Awe de dos semanas de duración, como había hecho Estados Unidos en Irak en 2003. Dicho esto, cabe preguntarse si disponía Rusia de los sofisticados medios que habrían sido necesarios para hacer algo parecido. Probablemente no.

Un gigante con los pies de barro

Cuando los recursos económicos disponibles para la defensa no están a la altura del nivel de ambición del ministerio —crea el lector que, aunque no me considero experto en nada, en esto sé de lo que hablo— es fácil que se llegue a disponer de ejércitos voluminosos pero vacíos de capacidades, verdaderos gigantes con los pies de barro.

¿Es ese el caso de la Rusia de Putin? Conviene recordar que, después de la desaparición de la Unión Soviética, la Federación rusa pasó casi dos décadas sin apenas invertir en su defensa. No puedo olvidar las fotografías de decenas de submarinos, muchos de ellos de propulsión nuclear, oxidándose en los muelles por falta de recursos, no ya para mantenerlos sino… ¡para desguazarlos! La situación llegó a ser tan preocupante que diversos países occidentales ofrecieron fondos para esa tarea, aunque finalmente no fueran aceptados. Como demostró el retraso de Putin al aceptar la ayuda ofrecida por Gran Bretaña y Noruega para el rescate de la dotación del submarino Kursk en el año 2000, Rusia ha perdido muchas cosas, pero no el orgullo.

Durante este largo período de progresiva ruina, del que el ministerio de Defensa ruso no empezó a recuperarse hasta la Guerra de Georgia en 2008, se ralentizó la compra de material nuevo. De ahí que en las fuerzas armadas rusas coexista hoy una gran cantidad de sistemas obsoletos —son muchos los buques, aviones o carros de combate con más de 30 años a sus espaldas— con cantidades menores de unidades más modernas. Por si esta brecha en las adquisiciones no fuera bastante, se paralizaron durante años los programas tecnológicos que habían mantenido a las fuerzas armadas rusas en un nivel comparable con las occidentales, al menos en algunas áreas. Por cierto que no era la electrónica una de ellas, como reveló la pobreza de la aviónica del entonces novedoso Mig-25 que, pilotado por un desertor, aterrizó en Japón en 1976.

A partir de la Guerra de Georgia, y aprovechando la mejora de su economía, Rusia ha dado pasos decididos para potenciar sus ejércitos, ya sea con modelos antiguos parcialmente modernizados o con nuevos diseños que, en su mayoría, no terminan de entrar en servicio. No, al menos, en cantidades significativas. En el entorno aéreo que nos ocupa destaca el Su-57, un caza de quinta generación —según los rusos— y un milagro en el que no creemos quienes vemos los problemas que ha sido necesario superar para la entrada en servicio del F-35, a pesar de que Lockheed Martin —que no es la compañía Sukhoi— ha dispuesto de muchos más fondos para su desarrollo, cuenta con una cartera de pedidos mucho mayor y tiene a su alcance tecnologías más avanzadas que la rusa… ¿o es que el lector querría adquirir un ordenador de sobremesa fabricado en Moscú?

La perspectiva tecnológica

Pero centrémonos en el problema. ¿Tiene los pies de barro la aviación rusa? Apostaría a que sí. Parece de barro su tecnología que, si no en la aviación de combate —siempre mitificada por la propaganda soviética que repetían con cierta complacencia las agencias de inteligencia militar occidentales porque ayudaba a conseguir presupuestos de defensa más elevados— podemos comparar en el ámbito civil. ¿Qué compañías del mundo emplean hoy aviones comerciales de Tupolev o Ilyushin como los que en el pasado compitieron con los modelos occidentales? Incluso Aeroflot, la compañía rusa de bandera, volaba en 2022 con aviones de Airbus y Boeing exclusivamente. ¿Cómo creer entonces que el Su-57, a pesar de ese carácter milagroso que hemos mencionado, puede competir con el F-22 o el F-35?

Consecuencia ineludible del retraso tecnológico, parecen también de barro las capacidades de combate de la moderna fuerza aérea rusa, al menos en entornos complejos. Desde Vietnam, donde el Mig-21 compitió dignamente con el F-4 norteamericano, no hemos vuelto a ver modelos que hayan demostrado estar a la altura de sus rivales en los EE.UU. El pobre papel de las fuerzas aéreas árabes en las frecuentes guerras de Oriente Medio frente a aviones norteamericanos o franceses no puede explicarse solo por la superioridad de los pilotos israelíes, algo que muchos asumieron sin más pruebas que las diferencias en el ADN.

Conservo en la memoria un enfrentamiento —uno entre varios en la década de los 80— en el que dos F-14 de la US Navy derribaron otros tantos Mig-23 libios en aguas internacionales del Mediterráneo en 1989. Estaba yo destinado en el Estado Mayor de la Flota, en Rota, cuando el comandante de la Sexta Flota norteamericana vino a dar explicaciones al Alflot español —algo que, por supuesto, se repitió en todos los países mediterráneos de la OTAN— sobre lo ocurrido. Crea el lector que no venía a presumir de un éxito en combate, sino a explicar con cierta humildad cuáles eran sus reglas de enfrentamiento, muy cuestionadas en esta ocasión por sus aliados. ¿Qué razones justificaban el derribo de dos cazas libios sobre aguas internacionales en las que todos tenemos derecho a estar en tiempo de paz?

No recuerdo si las razones me parecieron convincentes —era entonces teniente de navío y me faltaba criterio— pero, como controlador naval de interceptación en ejercicio, sí se me quedó grabado que, desde el punto de vista aeronáutico, aquello fuera coser y cantar. No había color entre unos y otros aparatos. Y tampoco hay color entre los aviones de combate occidentales del presente —que en nada recuerdan al F-14— y los cazas que apenas vuelan sobre Ucrania, en su mayoría desarrollos de modelos tan antiguos como el Mig-29 o, sobre todo, el Su-27, el venerable Flanker en la jerga de la OTAN, al que respeto mucho por sus elegantes líneas y también —por qué no decirlo— porque tiene más años de carrera que yo mismo y todos los militares somos sensibles a la antigüedad.

No es, pues, cierto —aunque lo diga la Wikipedia— que el Su-30, uno de los muchos derivados del viejo Flanker, sea “un caza de superioridad aérea todo tiempo para misiones aire-aire y de interdicción aire-superficie de largo alcance muy similar al F-15E Strike Eagle estadounidense”. Como marino que fui, tampoco quisiera pasar por alto otro de los derivados del Flanker, el fallido Su-33 de despegue corto, que la Wikipedia compara con el F/A-18 Super Hornet, pero del que solo hemos tenido noticias por sus frecuentes accidentes cada vez que desplegaba a bordo del también fallido Admiral Kuznetsov.

El problema del alistamiento

Nos hemos limitado hasta ahora a considerar las capacidades teóricas del material. Pero, como bien sabemos los militares españoles, lo primero que suele sacrificarse cuando a un ejército le faltan recursos es el alistamiento. De la comparación del gasto ruso en defensa —relativamente modesto incluso hoy, en tiempo de guerra— y su abultado orden de batalla, surgen inevitablemente algunas preguntas. ¿Cuál es la disponibilidad real de los aviones rusos? ¿Hacen también milagros sus cadenas logísticas? ¿Hay repuestos en sus talleres? ¿Disponen de suficientes armas de precisión? ¿Es fiable su aviónica? ¿Hay pilotos adiestrados para tantos aviones? ¿Cuántas horas de vuelo tienen?

No conocemos la respuesta a todas estas preguntas, pero sí a algunas de ellas. Cuentan desde Ucrania que, entre los restos de los aviones derribados, se han encontrado sistemas comerciales de GPS, lo que no dice mucho de la calidad de la aviónica rusa. La RAND Corporation ha publicado cálculos que estiman las bajas de la aviación rusa por razones exclusivamente logísticas en más de 50 aparatos desde el comienzo de la guerra, una cifra que es relevante incluso cuando se compara con los perdidos en combate o accidentes, que no son los 321 de que presume Ucrania, pero que diversos servicios de inteligencia occidentales estiman alrededor del centenar. Cualquiera que sea la cifra real —no está en mi ánimo discutir con los rusoplanistas— lo cierto es que los rusos la han considerado suficientemente disuasoria porque, en general, ya no vuelan sobre el frente ni, mucho menos, sobre la Ucrania no ocupada.

¿Y el factor humano? Los datos publicados por el propio Ministerio de Defensa ruso revelan que, en los años anteriores a la invasión, las horas de vuelo anuales de un piloto de caza apenas superaban el centenar, cifra muy baja cuando, en lugar de bombardear Alepo —una indefensa ciudad siria— tienen que afrontar una guerra de alta intensidad. Si a un adiestramiento pobre se añade una doctrina operativa anticuada, una orgánica compleja y poco integradora y unas capacidades modestas de mando y control, podemos concluir que lo que hemos visto no era más que lo que cabía esperar.

La campaña: la prueba del algodón

Como es obvio, los rusoplanistas que en todas partes hay pueden cuestionar todas las estimaciones precedentes, aunque solo sea con el ánimo de incordiar. Pero los resultados de la campaña aérea constituyen una verdadera prueba del algodón. El bombardeo estratégico, conducido a bandazos —ayer la retaguardia del ejército ucraniano, hoy los puertos del mar Negro, mañana otra vez la energía en las ciudades y pasado mañana quién sabe qué— no ha servido más que para ayudar a poner a la opinión pública occidental en contra de Putin. Estos días se ha publicado un informe de la ONU que acredita que en el pueblo de Hroza, donde un misil Iskander causó casi 60 muertos civiles hace pocas semanas, no había el menor indicio de actividad militar. No solo es un crimen de guerra, es también una oportunidad perdida. Pero no es la primera vez y, por desgracia, tampoco será la última.

Por la otra parte, las misiones de interdicción y de apoyo directo al ejército, realizadas sin armas guiadas en las primeras semanas de la guerra, obligaron a los aviones de ataque rusos —particularmente a los sacrificados Su-25— a volar a muy baja cota. Eran misiones de alto riesgo en las que se perdieron decenas de aviones y helicópteros —todos pudimos ver grabaciones creíbles de algunos derribos— incapaces de sobrevivir en un entorno en el que proliferaban los sistemas antiaéreos de corto alcance que Occidente ponía en manos de los valerosos soldados ucranianos.

Sí hay novedad en el frente

Todos los ejércitos terminan aprendiendo de sus errores, aunque lo hagan más deprisa aquellos en los que predomina la cultura de informar de forma honesta, lo que no parece ser el caso en ninguno de los niveles orgánicos de las fuerzas armadas o el gobierno ruso. Por eso, y aunque sea con un retraso de 20 meses, las noticias del frente demuestran que la fuerza aérea rusa ha encontrado un nicho en el que puede contribuir con más eficacia al esfuerzo conjunto: el lanzamiento de bombas guiadas sobre las posiciones críticas del despliegue enemigo. No es la panacea, pero las pesadas bombas de 1500 Kg que los aviones rusos pueden lanzar desde gran altura a decenas de kilómetros de distancia del frente tienen precisión suficiente para destruir muchos de los puntos fuertes de la defensa ucraniana con casi absoluta impunidad.

Ucrania asegura que estos bombardeos contribuyen al frenazo de su contraofensiva en Robotyne y a los apuros que sus fuerzas pasan en Avdiivka. ¿Qué puede hacer la defensa aérea ucraniana para evitarlos? Con los sistemas más capaces desplegados para la protección de las ciudades —único logro real de la campaña estratégica rusa— y los de alcance medio necesariamente situados lejos de un frente batido por la artillería rusa, lo que queda disponible en primera línea no tiene ni el alcance ni el techo operativo que sería necesario para defenderse contra esta amenaza.

El F-16

La fabricación de estas bombas inteligentes no es particularmente compleja ni cara, y no serán las sanciones las que pongan fin a este tipo de ataques. Ucrania necesita sistemas de defensa aérea que dispongan de armas de medio o largo alcance y que puedan acercarse al frente sin miedo a la artillería enemiga. Y esos sistemas existen, aunque Ucrania todavía no disponga de ellos. Son los aviones F-16 por los que Zelenski ha luchado tantos meses. Si, ya sé que el ministro Shoigu dice que estos cazas polivalentes solo durarán 20 días en Ucrania, pero antes también dijo cosas parecidas sobre los Patriot y ahí siguen defendiendo Kiev. Quizá esta vez vuelva a equivocarse.

La presencia de los aviones F-16 que la OTAN no necesita porque están siendo reemplazados por modelos más capaces, armados con versiones del Amraam que no echaremos de menos porque muchos están próximos a su fecha de caducidad, contribuirá a cerrar la ventana de impunidad que ahora explotan los rusos. Y, aunque aún habrá que esperar bastantes meses para verle en acción, el veterano Fighting Falcon todavía puede ir un poco más allá, poniendo a los rusos en el mismo apuro en el que ahora se encuentran las tropas de Zelenski: acercar sus misiles antiaéreos de largo alcance al frente, donde pueden ser blanco de la precisa artillería ucraniana, o convertirlos en poco más que espectadores de la batalla aérea.

Queda una última cuestión por dilucidar. La entrada en servicio del F-16 no será sencilla y exigirá un nuevo esfuerzo de Ucrania y sus aliados. Más allá del nivel táctico, donde se notará su presencia, ¿servirá para algo? No seré yo quien defienda la posibilidad de que aviones cómo el F-16 vayan a cambiar el signo de una guerra que, desde el punto de vista militar, solo puede quedar en tablas. Pero sí pueden contribuir a acelerar la retirada rusa si incrementan de forma significativa el precio que Moscú se ve obligado a pagar para mantener la ficción de que puede ganarla.



Los comentarios deberán atenerse a las normas de participación. Su incumplimiento podrá ser motivo de expulsión.

Recomendamos


Lo más visto